viernes, 28 de julio de 2017

María

María había pasado caminando por ese mismo lugar, hacía un tiempo, unos años. Pasó caminando con rapidez. Tenía puesto un vestido corto, violeta, brillante, el pelo largo, rubio, zapatos con mucho taco, los ojos muy pintados y la boca también. Era hermosa.
Después, un tiempo, unos años después, pasó caminando rápido pero no tanto, por ese mismo lugar. Llevaba un vestido con flores impresas, un poco más largo, unas sandalias, no con tanto taco, pintada levemente. Era muy hermosa.
Luego, pasados unos años, pasó llorando.
Unos meses después, pasó con unos grandes paquetes abrazados, le costaba caminar, se había lastimado un pie con algo.
Ayer pasó lentamente.
Fumaba un cigarrillo largo y delgado.
Los ojos partidos.
Hablaba sola.
Se parecía a su madre. 
A veces la vida se detiene en un cuadro, un buen rato. La mayor parte del tiempo es furiosa.

sábado, 22 de julio de 2017

Esperar

El hombre viejo se levantó con dificultad y le dijo nervioso a la mujer vieja a su lado que ya no quería seguir esperando.
—Un rato más, viejo —dijo la mujer, envuelta en una calma que contrastaba con los ademanes del hombre.
—¿Para qué? No tiene ningún sentido esperar. Esta gente se burla de nosotros. Vamos, te lo pido por favor.
—Esperemos un poco, si no nos atienden en diez minutos, nos vamos, te lo prometo. No tenemos nada para hacer y vamos a ir a casa y nos vamos a quedar mirando la pared como dos idiotas; podemos esperar.
—Yo no quiero esperar ni un minuto más, me quiero ir ahora. Por favor —dijo el viejo, en un sutil bramido mínimo, casi lloroso, volviendo sin embargo a sentarse.
Una mujer joven, atrás, los miraba divertida.
Pobres viejos, parecía pensar una mujer de edad mediana en el asiento del otro lado de la señora vieja. Los miraba de reojo. Se detenía en las manos rugosas de la mujer anciana. Las uñas prolijas y pintadas brillantes, los anillos coloridos y tumultuosos, la cartera verde, sobre la falda, debajo de las manos.
El hombre viejo mantenía la vista firme hacía el panel de la recepción y se golpeaba la nalga rítmicamente con el puño derecho. Uno cada cuatro golpes se acentuaba.
—Siempre lo mismo.
—¿Siempre lo mismo, qué?
—Siempre la misma payasada.
—Tené paciencia.
—No puedo.
La mujer joven, atrás, sonreía.
La mujer de edad mediana, en el asiento del otro lado, los miraba de reojo.
El resto de la gente de la sala miraba en dirección a la pantalla sin sonido reproduciendo un comercial eterno cargado de sol y alegría.
—Podemos ir a casa y ver algo en la televisión, alguna estupidez...
—Nunca hay nada bueno.
—Claro, porque acá es buenísimo todo.
—Tenemos que esperar un poco más y nos van a atender.
—¿Y qué nos van a decir?
—Nos van a decir lo que nos tengan que decir.
—No se puede creer, parece que te gusta que se burlen, que te tomen el pelo. 
El viejo tiró la cabeza un poco hacia atrás, cerró los ojos y se quedó unos instantes quieto, como si durmiera. Luego volvió a su rutina de mirar fijo a la recepción y marcar el ritmo; ahora, con el pie derecho, ágilmente; acentuaba, como antes, uno de cada cuatro golpes.
—¿La semana pasada vinimos acá? —arremetió el viejo.
—Sí.
—¿La anterior?
—También —susurro la señora, demostrando, quizás, un principio de cansancio.
—Siempre venimos.
—Siempre.
—Todo el tiempo.
—Todo el tiempo.
La mujer de edad mediana al lado de la vieja se revolvió en su asiento.
—No llaman a nadie desde hace un buen rato —dijo.
—No —respondió la anciana, sin mirarla.
—Están probando, quieren ver cuánto más aguantamos —dijo el señor y se paró torpemente.
—Sentáte, por favor.
—Sí —dijo el viejo y se sentó.
Los ojos verde claro de la señora anciana se dirigían con serena tozudez hacía la recepción. La señorita a cargo disponía de voces y gestos suaves y amables. Algunas personas se acercaban a consultarla acerca de la demora y ella se explayaba con una constancia precisa de sonrisas y ademanes tranquilizadores. Pero no llamaban a nadie para ser atendido desde hacía varios minutos.
—El tiempo es oro —dijo el viejo.
—Por favor —respondió la anciana.
—Ya falta menos —dijo la mujer de edad mediana.
La chica, atrás, sonreía.
—El tiempo es oro —repitió el viejo.

viernes, 23 de junio de 2017

Alrededor de Cristina


Cristina Elisabet Fernández de Kirchner es una mujer de alrededor de un metro sesenta de estatura, de alrededor de sesenta años, de alrededor de sesenta kilogramos de peso; podría perfectamente decirse que es una mujer por completo común, normal, ajustada, estándar, una morocha típica de este lado del mundo, nacida en un barrio humilde de La Plata, hija de trabajadores, una corriente señora de pelo y ojos brillantes y oscuros y boca filosa; una que le dedicó gran parte de su vida a la política, ese terreno fangoso en el que se dirime, siempre, la suerte de los pueblos.
Otra, como tantas mujeres argentinas, por lo general de clase obrera aunque no exclusivamente, que se acercaron, se acercan y se acercarán a ese algo, esa expresión política compleja, de difícil definición, discutida hasta con violencia, que tiende a ser denominada peronismo o justicialismo y, claro, por supuesto, en los últimos años, kirchnerismo, porque es sin duda significativo el tamaño de la marca configurada por Cristina y su marido, Néstor Carlos Kirchner, a través de las tres presidencias consecutivas que protagonizaron, en el movimiento político al que se unieron en su juventud.
La República Argentina es un territorio extenso, sumamente, con la titularidad de la tierra y lo que ella depara en pocas manos. Mil familias, se dice, como un modo de representarlo. Una oligarquía que ha sabido defender, a través del tiempo, con las armas que le fueron necesarias en cada uno de los momentos históricos, su posición en una sociedad signada por una falta de equidad constitutiva.
Y, acá, en este terreno fantástico, en Argentina, que más allá de las particularidades no se diferencia en mucho de los otros terrenos fantásticos del mundo, los intereses de una minoría acomodada pugnan, se imponen, se implantan, con su usual prepotencia y capacidad coercitiva, por sobre los más democráticos intereses del grueso de las poblaciones.
Y, entonces, de pronto, en medio de un vendaval de libertad de mercado, viene Cristina; para profunda repugnancia de muchos y algarabía de otros tantos.
Algunos dirigentes de su propio espacio la discuten. ¿Qué discuten? Es soberbia, no acepta ningún tipo de disenso, dicen. Requiere obediencia absoluta. No dejó que creciera nada a su lado. 
Su liderazgo y la representatividad que ejerce para una importante parte de la ciudadanía argentina sólo se pueden discutir desde la ceguera que suele acompañar al odio. Odio que acompaña con constancia al Peronismo desde los inicios de su conformación disruptiva del orden imperante. “El hecho maldito del país burgués” o “el hecho maldito de la política argentina”, según John William Cooke.
A Cristina le tiran con exactamente las mismas descalificaciones y agravios con los que se viene apedreando al peronismo desde entonces.
Que no se pueda discutir a Cristina, su representatividad, su liderazgo, el lugar inobjetable que ya ocupa en la historia, no significa en modo alguno que no se deba discutir con Cristina. Así como Cooke discutía con Perón, uno de los pocos sino el único que lo hacía realmente, si puede valer el ejemplo.
Tiendo a creer que lo que más molesta de Cristina, paradojalmente, es que sea tan como nosotros mismos.
Ahora, Argentina, en el marco de su limitada democracia burguesa, plebiscita, fundamentalmente entre dos modelos: el del orden liberal, tradicionalmente usado como estandarte para la defensa de los intereses de los que no quieren que se modifique ni una línea del estado de cosas y el otro, el desorganizado, el maldito, el loco, el nuestro, el de Cristina, el del antagonismo irreductible que puede confundirse con soberbia o incluso con peores cosas, el de las notas agónicas de Eva, el que demostró más de una vez, por desgracia, que hasta puede dar la vida en la pelea. 
Probablemente, seguramente, Cristina sea mucho más que Cristina.

viernes, 27 de mayo de 2016

Chau

Hay un sonido ensordecedor que viene de la calle. Algo que están rompiendo, vaya a saberse por qué razón.
Me acabo de dar cuenta que no quiero esta casa que estoy pagando ni este auto que estoy pagando ni esta vida que estoy pagando y que me tengo que ir, simplemente, dejar todo ésto y preparar un bolso chico y juntar el efectivo que logre juntar e irme. Chau.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Un abismo

Una señora de unos cincuenta que sigue siendo muy hermosa aunque se encuentre ajada y se mueva con alguna dificultad, se sienta a tomar un café en la única mesa libre. Lo pide con un gesto ínfimo que el mozo interpreta enseguida. Descarga sus cosas en las sillas y la mesa. Afuera el invierno arrecia.
Sin dudas lleva una aflicción. Una grande. Una de esas que pesan terriblemente. Una que cruza la cara muy por encima del paso normal de los años. Una que es como una cicatriz; a veces visible, a veces no; de acuerdo a como dé la luz. A veces le corta la cara en un tajo muy sangriento, a veces casi ni se nota.
Bebe lenta. Muy lenta. Se detiene por largos momentos en un vacío que debe estar dentro de ella pero que parece ver enfrente. Un abismo. ¡Qué brillantes deben haber sido esos ojos antes del golpe! 

jueves, 14 de abril de 2016

Una foto tuya

Tengo guardada una foto tuya en la que estás con algo mínimo, negro, como para una noche especial; tenes los hombros completamente descubiertos y se puede ver bastante de tus hermosas tetas. Y pecas, pecas y pecas… delicadas. Es un primer plano bien directo, absoluto. Miras a la cámara sin sonreír abiertamente pero de algún modo risueña, esa vivacidad tuya está muy firme en los ojos y se despliega por cada centímetro de tu piel…, juega en tu boca. No tenes maquillaje, el pelo tirado hacia atrás, la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha… No puedo no hablar de futuro.    

jueves, 17 de diciembre de 2015

Larga vida al rock & roll

Hace unos días, la ministra de seguridad del gobierno neo conservador que recién comienza a maltratarnos, hizo pública la nominación de un hombre que tuvo un pasado como escritor de estupideces en una antigua publicación ultra conservadora. Enseguida, las palabras derramadas hace años por el sujeto, hicieron coalición con la pretendida imagen liberal que buscan dar los neo conservadores y, entonces, el nombramiento del señor en cuestión, no se produjo... 


Toda esta situación me disparó un par de reflexiones. La primera tiene que ver con preguntarme si los errores del pasado pueden condicionar eternamente. Una persona que pensó algo hace años puede, a través de esos mismos años, cambiar completamente de forma de pensar, y, no resulta para nada lógico echarle en cara esos razonamientos que ya dejó de lado… Ejemplo: un joven, a raíz del clima que impera en su entorno familiar, por acuerdo u oposición, piensa determinada cosa, que, con el paso del tiempo, logra confrontar con otras ideas y va llegando a un pensamiento que podemos calificar como propio y que puede ser perfectamente opuesto, o casi, a esos argumentos que supo sostener en esa juventud alejada… ¿No es algo más o menos así lo que nos pasa a todos los seres humanos?
La otra reflexión tiene que ver con el viejo escrito exhumado para mal del señor que no pudo llegar a funcionario. En él, según trascendió en los periódicos, el hombre este decía acerca del rock & roll: "es el movimiento 'artístico' más subversivo, anticristiano, antimetafísico y contracultural de todos los tiempos”… "su ritmo destemplado exacerba las pasiones contra el espíritu y crea un estado hipnótico en este y lavado cerebral"… "toda deformación de la cultura debe ser considerada subversiva y, como tal, erradicada"… "La 'filosofía' del rock conduce al deseo desesperado de la muerte e induce al suicidio”… “Ofrece la posibilidad de convertirse en un animal o un marica"…
¡Hermoso!...
Aunque, penosamente, el rock & roll parece haber ido perdiendo esa potencia que refería, según dicen los periódicos, Carlos Manfroni, en su texto de juventud… Sumido en la asimilación a la industria cultural, el rock, salvo extrañas excepciones, ya no es ese revulsivo brillante… Ha pasado a ser mayoritariamente un estereotipo, una caricatura de aquella violenta carga fundante… Los maricas ya no son auténticos maricas ni los animales verdaderos animales… Está todo muy pasteurizado… Pero esperemos que vuelva, como ya lo ha hecho alguna vez, de la mano de alguien. 

sábado, 21 de noviembre de 2015

Fedu

Me pareció ver a mi amigo Fedu mucho más delgado, con ropa para correr, impecable, limpio, la barba prolijamente recortada y el pelo también, algo más canoso, sin el eczema que le suele cruzar la cara, en la calle a unos metros. Estaba solo, sin Nuria, lo que me resultó muy raro porque mi amigo Fedu nunca está solo, sin Nuria, porque Nuria aparte de ser su esposa desde hace muchísimos años es como una suerte de acompañante terapéutica de Fedu que, si no está ella, se suele meter en problemas, como tomar demasiado o incurrir en el uso abusivo de sustancias o comer en exceso o simplemente pelearse con cualquiera que pase al lado suyo por completas estupideces inexplicables. Saltaba en el lugar mientras esperaba que lo habilite el semáforo y movía los brazos extendidos haciendo círculos en el aire. Me causaron gracia sus zapatillas fosforescentes y enseguida pensé que ese Fedu tan extraño no podía ser, de ninguna manera, mi querido amigo Fedu porque mi amigo Fedu estaba muerto.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Perro

Soy un perro viejo en el costado de todo, hasta en el costado de mi propia vida. Tuve un perro que en el final era como yo estoy siendo ahora; no se dejaba llevar a ningún lado, estaba siempre tirado al margen; cerca de la estufa o al sol, en el patio, o en el rincón pegado a la escalera o en un hueco en la cocina o en la terraza. No se dejaba nunca convencer por nadie…, por las caricias de nadie; se dejaba acariciar en donde estaba pero no se dejaba llevar a ningún lado, por nadie; iba sólo donde quería ir, nada más… Aunque conmigo era a veces levemente distinto, creo recordar, a veces se me acercaba lentamente; es que yo comprendía su cansancio; hoy lo comprendo aún mejor. Vinícius de Moraes decía que el mejor amigo del hombre era el whisky, que el whisky era un perro embotellado; hoy no tengo perro, tengo whisky…, y además soy bastante mi propio perro… Un perro viejo como mi viejo perro. 

miércoles, 21 de octubre de 2015

Tono

El tono es un elemento esencial en una composición de cualquier índole y en especial en una que se pretenda, de algún modo, como artística o algo por el estilo, más o menos, así. Y es probable que lo sea en casi cualquier otra cuestión de la vida entera. Seguro. Cuando pienso en el tono, pienso automática y puntualmente en un pequeño amplificador de guitarra que tuve hace unos cuantos miles de años y que termine arruinando por exceso de uso o, quizás, diciéndolo mejor, por uso abusivo, desaprensivo… Su particularidad más ostensible era la absoluta simpleza, tenía tan sólo un control de volumen y uno de tono…, y era ese simple control de tono la llave que abría la enorme complejidad encerrada en sus elementales circuitos. 
Puedo pensar también, a continuación, en un viejo pintor que pintaba exclusivamente unas horribles figuras fantasmales y tremendamente monstruosas… Siempre, cuando veía cada una de esas obras espantosas, pensaba en la necesidad de llevar al viejo a pasear por otras calles diferentes de la vida para que se tomara algunos buenos tragos de algo bien fuerte y bailara un poco ebrio con alguna chica que le aportara a esa visión tan lúgubre que cargaba algo de la luz que también tiene que tener, sí o sí, la existencia… Porque por ahí está la clave, en ese equilibrio que se suele calificar de delicado entre los graves, los agudos y los medios… ¿No? El problema puede llegar a radicar en que no suele haber disponibles controles de tono tan amigables como aquel que tenía el amplificador chiquito que les contaba con anterioridad, que te dejaba hacer casi cualquier cosa.      

Brutal


Oleo sobre tela de Dion Salvador Lloyd.

En este sector de mundo se usa frecuentemente la palabra brutal desde una acepción completamente positiva; algo brutal es entonces, en ese uso muy normal de la gente común y corriente que anda por acá con nosotros por estas calles brutales, algo fantástico, excelente, maravilloso, grandioso, que aflora en el área que sea... Y puede aplicarse, de ese modo, el calificativo, tanto a cosas como a lugares como a obras como a personas: puede ser una actriz brutal en una interpretación tan brutal como ella misma, una canción brutal, una experiencia brutal, una simple mesa brutal de madera de pino pintada de blanco o una casa brutal en el mejor barrio de la ciudad… o una bandeja de frutas brutales…
Es probable que a nadie se le escape que la raíz del vocablo apunta con seguridad en la dirección de terrenos que suelen ser menos amables; la brutalidad es, también, el caldo de cocción de lo perverso, lo criminal, lo abyecto… Pero bueno, quizás, lo que podría definirse como humano, implica, necesariamente, esa compleja y simpática dualidad en la que solemos andar nadando despreocupados… El mar puede ser brutal… La naturaleza entera puede serlo… Un volcán despidiendo lava brutalmente hacia sus laderas. En lo particular, identifico lo brutal con aquello que, precisamente, irrumpe con potencia inusitada, podría decirse que desde el inconsciente —el volcán es un brutal ejemplo—. Es por esta razón, seguramente, que para mí lo brutal es algo, de algún modo, puro…, especialmente valioso, que avanza hasta la superficie de lo cotidiano desde las negadas y emputecidas entrañas oscuras de la mente.
¿No sé bien por qué pienso las entrañas de la mente como oscuras? ¿Son oscuras las entrañas de la mente? Las mías, sí. Son un brutal fondo negro donde de vez en cuando aparece, con suerte, algún brutal fogonazo.      

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Una nota marginal

Unos hombres sentados a la mesa de al lado hablan de verse a sí mismos desde una cierta distancia… Carlos, el hombre que atiende, los mira incrédulo. En realidad, Carlos mira todo siempre incrédulo.


El que escribe, en la mañana de hoy, antes de disponerse, primaria y tangencialmente, a un inicial intento fallido de pretender hacerlo, estuvo fumando un cigarrillo en la calle; con convicción. El que escribe fuma muchísimos cigarrillos, permanentemente, constantemente, enardecidamente; algunos con convicción y algunos no; algunos en la calle y algunos no. Pero fuma, muchos. La mañana era agradable. El sol, que comienza a ser ligeramente cálido en septiembre, por estos lados, tiene en el que escribe un efecto disparador… Similar al del frio, en otros momentos, pero contrario… En sentido contrario. Pero no tan contrario, porque las cuestiones de algún modo se llaman unas a otras y se acercan, se asimilan, se emparentan... La cuestión en cuestión es siempre, un poco, bastante, el deseo. El deseo lo cubre todo. Entonces, las caricias leves de la mañana soleada llevaron al que escribe al recuerdo de una tarde lejana en la que estaba vestido sólo con unos pantalones de jean cortados, desprolijamente, a la altura de la mitad de los muslos, con una tijera a la que le costaba mucho cortar por falta de filo. Nora tocó el timbre y el que escribe, que en ese entonces escribía completamente distinto, bajó rápido a abrirle. Nora, que en realidad no es ninguna Nora, no se llamaba así ni parecido, pero el que escribe no quiere poner el nombre real, ni acercarse, ¿vaya a saberse por qué, a quién podría afectar?, era preciosa, tremendamente preciosa. El que escribe, cuando la piensa, la piensa fundamentalmente con las manos, dibujando. Las manos pretendiendo establecer curvas asimilables a las de ella es la única manera aproximada que se encuentra disponible al tiempo de querer hacer su descripción... Eso y la palabra preciosa.
Después, podría llegar a hablarse del increíble aroma que ella tenía… y del proceso convulsivo que generaba, siempre.
Hace muchos años, el que escribe, la cruzó sumamente desmejorada por la calle. 
¿Habrá alguien que cuando mira el espejo ve siempre lo mismo?
A veces las mañanas son fatales… Y fatal es una palabra que, aparentemente, habla de la irrupción del destino.

viernes, 18 de septiembre de 2015

El teatro y la vida

¿El teatro pretende, de algún modo, ser representación estereotipada de la vida, quizás? ¿Y la vida se vuelve hacia él para copiar estrategias que son esencialmente suyas?

Elisa Carrió, de su cuenta de Twitter. Fotografía subida el jueves, 17 de septiembre de 2015.

En esta obra de micro teatro Elisa plantea, con un parlamento exiguo, “rumbo a Tucumán”, dice, solamente, una carga expresiva enorme; la dualidad de máscaras está en su máscara, la comedia y la tragedia llevadas al paroxismo y a la vez unidas, amalgamadas en un único rostro, su rostro, el de una actriz fenomenal. Fenomenal es una palabra que la define perfectamente. 
¿Fenomenal?
¡Fenomenal!
      

jueves, 27 de agosto de 2015

Un mar cálido que nos abraza

No es razonable que un hombre tan tremendamente viejo, sucio, desagradable, oscuro, oxidado, desdentado, rancio, se sienta tan tremendamente conmovido por unas piernas tan tremendamente jóvenes. No es aceptable, de ninguna manera; no es normal, es anormal, monstruoso, aberrante. ¡Inaceptable! Ese señor es una bestia pestilente. Viejo borracho, perdido, miserable.
La silueta de la nena caminando suavemente con su uniforme de colegio muy exclusivo, por la vereda en la mañana soleada; las dulces piernas largas y la pollera escocesa, en varios tonos de azul, tableada, mínima, oscilante… Cómo es la vida, no se puede creer. Qué piernas más lindas, blancas, solidas, perfectas; completamente cubiertas de una pelusa transparente, casi imperceptible. Y el pelo rubio, largo, brillante, impecable, publicitario. 
El hombre viejo no puede oler, no tiene olfato, lo perdió, pero aspira e imagina: el perfume que es la esencia exacta de la vida misma. La imaginación lo es todo. La imaginación hace posible lo imposible, esa es sin duda una de sus mejores funciones. Cuando se escaparon las posibilidades más deseables, se tiene la imaginación; ahí está: un mar cálido que nos abraza.

miércoles, 29 de julio de 2015

La promesa

El hombre tembloroso le pidió un bolígrafo y un café al tipo que atendía el bar al paso. Sacó del bolsillo posterior de su pantalón azul gastado una hoja de papel blanco, sin renglones, prolijamente doblada en cuatro, y un sobre mínimo, también blanco, doblado en dos. Desplegó la hoja, desplegó el sobre, tomó el café de un sorbo y escribió, lentamente, cuidadosamente, buscando la mejor caligrafía posible.
Sos una persona muy poderosa, muy, sumamente, y por eso te vas a poder esconder atrás de un muro de dieciocho metros de alto y vas a poder poner electricidad en él, para que sea completamente imposible escalarlo, y vas a poder salir a la calle, cuando salgas, con un auto blindado y ropa especial y una corte de guardaespaldas cargados de armas… pero en un instante te vas a distraer y, entonces, voy a estar ahí con una navajita insignificante para que entre por alguna de tus sienes la justicia que me negaste. 
Un par de horas más tarde, la hoja estaba en un cesto de basura debajo del escritorio del destinatario. La promesa, sin embargo, permaneció frente a sus ojos hasta el día de su muerte.

jueves, 9 de julio de 2015

¿Qué es patria?

Probablemente estas vacas de la fotografía, aunque no se lo pueda percibir, lleven en sus ancas una marca hecha con un hierro al rojo vivo.

Vaquitas pastando en la inmensidad.

El que escribe, que seguramente puedo llegar a ser yo pero no estoy en condiciones de afirmarlo realmente, piensa con frecuencia en el paso del tiempo. Digo que no estoy en condiciones de afirmar que escribo yo porque quizás no sea sólo yo y este escribiendo alguien más, que estuvo conmigo y me dejó su parte para que la administre… O, en una de esas, escribe alguna parte mía pero no del todo yo. No sé.
Sin embargo, el que escribe piensa en el pasado…
El que escribe lleva puesta una gorra verde militar con una mínima estrella roja en el frente; la visera es rígida, la gorra es nueva. Usa lentes de sol, inexplicablemente. Escucha casi un disco completo de Morphine y después Monk y después Piazzola.
El que escribe piensa en María.
María es muchas Marías pero para él es fundamentalmente una, de pelo absolutamente blanco, de sonrisa fácil, de voz dulce; su abuela; una María que vino de Galicia para acá cuando era muy nena y que decía siempre que no se acordaba nada de Galicia, que a veces le parecía que su vida había empezado cuando llegó a puerto, que apenas se acordaba del viaje, sólo de una tormenta. María decía que ella no tenía otra patria, que su única patria era esta. Manuel, su marido, el abuelo del que escribe, se enojaba; el recordaba Galicia con los ojos húmedos, mucho más cuando tomaba vino; a veces cuando tomaba bastante vino, en alguna fiesta, se subía a la mesa y bailaba alrededor de la botella y cantaba de Galicia. Pero, en algunas oportunidades, Manuel también decía que esta era su patria, que le hubiese gustado ir un rato a Galicia para volver a ver la aldea desde la montaña, pero que esta era su patria porque acá había que luchar todos los días.
Pedro, el hermano mayor de María, un tío abuelo muy querido del que escribe, recordaba Galicia con precisión pero sin dejo alguno de melancolía. A Pedro no se le notaba nada de ese canto de Galicia que Manuel llevaba intacto y María dejaba vislumbrar. Pedro decía que amaba tanto a esta tierra porque bajo sus estrellas se había hecho hombre, llevando las vacas de donde sobraban a donde hacían falta, sin pedir permiso, claramente, como aprendió de la mano del Viejo Vidal, igual que a tomar el mate, y a comer la carne, en cuclillas, al lado de la cruz, cortando sobre el pan con el facón.
Vidal decía que su patria era el mundo.
A la mamá del que escribe le parecía bien eso.
A las madres, en realidad, no les gusta mucho la idea de patria porque consideran que se puede volver peligrosa. “A Elsa, pobre, la abuela de Miguel, ¿viste, Miguelito?, una idea de patria le mató el marido y cuatro hijas”. “La Polaca le entregó su único hijo”.
El que escribe, sí piensa en patria, piensa en el Viejo Vidal… Y en El Polaco, que vino loco de Malvinas y se terminó colando un cuetazo... Y en su papá, José, el Vasco Indio, que cuando tomaba mucho vino, en alguna fiesta, discutía hasta enrojecerse por ella; él, que parecía siempre manso; y que todos los días la miraba, la pensaba, la rumiaba y la amaba y le dolía… porque la patria es un sueño apasionado que se lleva clavado en las entrañas hasta la inconveniencia.
Uno que pasa y lee, circunstancialmente, dice que es todo muy confuso.
El que escribe, a veces, muchas veces, sobre todo cuando toma bastante vino o whisky o ginebra, no puede evitar derramar alguna lágrima por todos los dolores de esta patria… Y, otras tantas, no puede parar de vociferar sus alegrías.
Un amigo del que escribe, al que este le dio para leer, dice que en nombre de ella se han hecho, se hacen y se harán grandes cosas y enormes cagadas, que todo es bastante relativo. 
Es así, pienso… Y pienso también en el Viejo Vidal, y que la patria no puede estar nunca en la titularidad de las vacas sino en el hambre de la gente.         

martes, 26 de mayo de 2015

Vayamos

Hoy es un día de esos como para dejarse ir… Un día para volar, para zarpar sin rumbo… Uno como para no creer en nada y, a la vez, creer en que todo es posible.
Irse sin destino...
Vayámonos a uno de esos rincones oscuros, perdidos, lentos… Vayamos a la selva, o a una cueva, o busquemos la cumbre de alguna montaña... O simplemente vayamos a un bar cualquiera, en otra ciudad; tomemos una bebida que acá no exista. Vayamos fumando algo mientras vamos. Vayamos en silencio. 
Mirando los costados, pero desentendidos. A paso de que no importa, tranquilos, desconectados del tiempo, en el tiempo hay muchas mentiras.
Vayamos como lo que somos y lo que hemos sido… Y vayamos, también, con lo que queremos.
Vayamos medios muertos y vivos… Con los zapatos sucios, con lo que estamos. 
Después, en cualquier caso, podemos llegar a volver... por el mismo camino, pero un poco habremos cambiado, seguro. Vamos.

jueves, 21 de mayo de 2015

Mañana

Un hombre camina lentamente con un perro pegado a la pierna derecha, otro lo mira como pensando en que sería lindo tener un perro como ese, un perro que caminara así, al lado suyo. Una pareja le pone los zapatos a su hijo que salió del arenero a disgusto; el papá le pone uno, la mamá lo ata; el papá le pone el siguiente, ella le seca la frente al chico con algo que sacó de un gran bolso amarillo y luego le ata el otro zapato; el chico hace un gesto, una morisqueta, para que ellos sonrían y ellos no lo hacen, permanecen serios, parecen enojados. Se van titubeantes, sin decirse ni una palabra; al nene lo arrastran.
Una mujer de alrededor de sesenta años con pelo muy negro y piel muy blanca le dice a un hombre que camina con ella que por qué no se detienen un rato. Se sientan en un banco a unos metros, debajo de un eucalipto. El hombre está muy excedido de peso y lleva puestos unos bermudas que dejan descubiertas unas patas tremendas como de elefante.
El hombre mira hacia el cielo y va indicando los supuestos nombres de supuestas aves que pasan volando, ella le va respondiendo de otras cosas.
Yo me senté a mirar, a ver pasar… Hace días que tengo ganas de irme.
Hace calor, es una hermosa mañana, pero yo parezco ver sólo el lado oscuro de todo.
El gordo farsante le sigue vendiendo verdura poética a la mujer, que por momentos parece comprar y por momentos se distrae con otras cuestiones. 
Pienso en que sería lindo tener ganas de quedarme.          

jueves, 7 de mayo de 2015

Las vísceras de Argentina se llaman Eva


En nuestro lenguaje el tiempo puede ser el clima y, también, puede ser el material indescifrable del que están hechas nuestras horas. El tiempo puede ser distancia… quizás, esa distancia que nos deja ver con mayor amplitud.


Al desierto verde, con títulos de propiedad en pocas manos, un día llegó una irrupción desaforada. Un bramido furioso que se levantaba desde las entrañas. El grito enardecido tenía millones de caras, pero tenía una particularmente hermosa.  

Las vísceras revueltas por la injusticia tuvieron desde ese instante un nombre… una sonrisa de madre, de hermana, de compañera.

“Viva el cáncer”, dijeron algunos. Otros dijeron, sencillamente, “Evita vive”.  


miércoles, 11 de febrero de 2015

El mecanismo

Gisela camina fumando por la vereda de enfrente del local la parte final de un cigarrillo, aletargada. Su cabeza oscila. Se aparta el pelo de los ojos entrecerrados descargando con precisión una columna de aire con humo. Omar se acerca y la abraza. Ella se entrega al abrazo y pone su cara completa sobre el hombro de Omar, que la mantiene fuertemente apretada; cierra sus brazos en un círculo segundo a segundo más estrecho alrededor de la delgadez extrema de Gisela, delgadez profundizada por estos días; fueron días difíciles, sin duda, se puede notar, está desmejorada; sentía que su padre era lo último que le quedaba en este mundo; perderlo en el transcurso de unas pocas semanas indigeribles la había desbastado. Llora, tímidamente, tenuemente, no puede de otro modo, en apariencia; no aprendió, quizás, o está cansada de llorar; seguramente está cansada.
Omar se enteró cuando llegó, apenas se sentó a su escritorio, revisando los correos del tiempo que estuvo de licencia, fue lo primero que hizo; había esperado toda la mañana cruzársela.
Está excitado. Se avergüenza pero no consigue evitarlo. Se aparta unos centímetros para que ella no lo note pero ella parece no dejarlo. Le acaricia con suave lentitud la mejilla con la mano derecha mientras el brazo izquierdo la sigue estrechando, la mira a los ojos; le dice que no sabe qué decirle, que no encuentra las palabras adecuadas, que probablemente no las haya. Ella sonríe. Ella piensa que le hace muy bien quedarse entre sus brazos. Él piensa que no quiere dejar de abrazarla.
Ella sabe que se siente hondamente huérfana y que busca con desesperación los brazos imposibles de su papá. Él sabe que ya nada va a ser igual, que es así, que se disparó el mecanismo; la vida funciona de ese modo.
—Te buscaste el peor remedio —le dice Victoria a Gisela, al instante de entrar.
Gisela no contesta nada, la mira. La encuentra lejana. Victoria se ha ido quedando seca, de desesperanza, en una de esas de hastió, de dar vueltas y vueltas alrededor de los mismos ideales de perfección inalcanzable que se apoderaron de ella cuando era una nena y no la dejaron, nunca. Seca de no querer equivocarse, de no pisar por fuera, de que nada se vaya a escapar, de no perder las formas… Yo no tengo ningún miedo de equivocarme, me voy a equivocar todo lo que sea necesario, piensa Gisela, sonriendo, placida, viendo la cara amplia de su papá repitiendo que vivir es equivocarse, que la vida funciona de ese modo... Ensayo y error… Muchos errores y de vez en cuando, de pronto, la suerte de algún acierto. ¿Quién sabe?   

jueves, 5 de febrero de 2015

Escenas rotas

Estábamos en Brasil con Pablo, en Bahía, cerca de Ilheus, una playa perdida que encontramos de pura casualidad, un paraíso. Le alquilamos por unos días una cabaña a un viejo gordo, carpintero, le arreglaba los botes a los pescadores, un tipo increíble, nos trataba como si fuéramos sus nietos. No había nada: mar, diez ranchos, botes; no había tendido de luz eléctrica, ni un generador, nada. Pero era precioso. 
Ella apareció una mañana, en el mar, nadando; era la hija de uno de los pescadores, el que parecía ser el más viejo. Vivian los dos solos en un rancho un poco apartado del resto. Era divina, indeciblemente… No se podía comprender lo hermosa que era. El viejo de mierda la trataba como si fuera su esposa. A la tarde ella me explicó en la playa. Lloraba. Le pedí a Pablo que nos fuéramos, esa misma noche. Salimos caminando sin despedirnos de nadie.    

viernes, 9 de enero de 2015

Dolores

Lola escribía cosas rarísimas, parsimoniosamente, con su letra redondeada y prolija, en esos cuadernos chicos de espirales metálicos y hojas cuadriculadas, con fotografías de animales salvajes en las tapas —le gustaban fundamentalmente las de felinos: tigres, leones, panteras, guepardos, jaguares, etcétera— que compraba en la librería escolar de la salamandra negra, sobre la Avenida Garay antes de cortarse con Chiclana. “¿Qué hacés, te los comés los cuadernos, Lolita?”, le decía el viejo lobo tordillo, Francisco, que atendía con su esmero quieto la librería desde hacía infinidad de tiempo y que la conocía a Lola desde que era una nena ínfima de trenzas y pecas, de seis o siete años, e iba con un portafolios más grande que ella a la escuela de la vuelta, y Lola se sonreía sin responderle porque de algún modo pensaba que de verdad se los comía, que no podía dejar de comerlos, que eran su adicción incurable; como antes, en algún momento, fueron las esculturas que realizaba con envases plásticos, polietileno, alambres herrumbrados y espuma de poliuretano. Escribía en esos cuadernos todo el tiempo, sin poder parar y, a veces, hacía extraños dibujos de figuras humanas extremadamente delgadas, hombres o mujeres o neutrales, con algunos rasgos bestiales, indescifrables, sobre los márgenes; figuras como las de las esculturas, que fue dejando de hacer, de un día para el otro, porque ya no la entusiasmaban, porque se fue cansando de la tarea de calentar el plástico y darle forma, y pegar las diferentes piezas, y retorcer los alambres, y esgrimir la espuma, y luego pintar, incansablemente, detalle a detalle; esculturas que todavía cubrían el patio de la casa en la que Lola vivía con su mamá, Mariana.
Lola no conocía México, pero siempre, últimamente, escribía acerca de México; historias basadas en algo que había oído o que imaginaba haber oído por algún lado, en televisión, seguramente, en documentales, quizás, vaya a saberse, le encantaban los documentales; Lola imaginaba con constancia y un poco se le mezclaban las palabras en círculos que ella pergeñaba con las escuchadas, “después, en definitiva, no importa demasiado qué es verdad y qué no, no importa en lo absoluto”, pensaba. “La gente elige creer cantidad de cuestiones por completo increíbles”, se decía, permanentemente, como para habilitarse en la continuidad de su delirio, lento, amable, dulce, narcótico...
Mariana, la mamá de Lola, se preocupaba; juzgaba a Lola como extraña. Además, una mancha oscura se extendía por la frente de su hija sin explicaciones médicas convincentes. Mariana era creyente, evangelista, y quería que Lola la acompañara a la iglesia para que la viera el pastor; Mariana creía fervientemente en el Pastor, un elegido, un hombre de dios, creía en su capacidad de ver más allá; Lola no aceptaba hacerlo, decía que el pastor era un gordo lascivo. Mariana se irritaba frente a esas consideraciones de su hija.   
Las divagaciones de Lola se desprendían de cualquier tipo de lógica, eran sucesiones, progresiones cada vez más incomprensibles; cuanto más incomprensibles, más se entusiasmaba Lola. En oportunidades las leía en voz alta para un auditorio imaginario, o para su gato.
Lola era muy hermosa. Preciosa.
Para la cena, Mariana sirvió dos platos de un brebaje pastoso…
—¿Qué es esto?
—Una sopa.
—¿De qué?
—De verduras.
—¿Verduras?
—Verduras.
—¿Qué habrá sido de la vida de papá?
—Estará muerto, seguro, de cirrosis; borracho de mierda… 
En oportunidades, Lola recordaba a su papá como una gran sombra errante, gigante, las manos enormes, largo, un poco encorvado, lindo, picado de viruela, dulce, extraño… Raro como ella. ¿Por qué no había vuelto a buscarla, a verla? Su mamá lo había echado, le tiró las cosas a la calle… Pero él tendría que haber vuelto…
—¿En qué pensás Lola? Sos rara Lola, sos rara.
A Lola le gustaba tomar ginebra escondida, como a su papá. 
—Me caigo. Me muerdo. Me siento. Me levanto. Estoy viva. Estoy ciega. Estoy enferma de sombras —le leía Lola a su gato.  

jueves, 27 de noviembre de 2014

Toda la crema

En este barrio de mierda los chicos se van pareciendo cada día un poco más entre sí: visten de un modo idéntico, se mueven como calcándose, tomando de sus botellitas, fumando de sus pipas, se hacen los mismos ademanes ampulosos unos a otros, dicen las mismas cosas con las exactas palabras de la pobrísima jerga común que han ido conformando, con base esencial en el lenguaje carcelario que es una suerte de norte acá, —la cárcel, la puta tumba y su parafernalia de excremento, y sus códigos, y sus dogmas de fe perdida o encontrada en la basura, su religión maledicente, y su furia, y sus formas de mantenerse relativamente vivo entre ella, trasladadas afuera—. La cultura emitida por televisión hace, también, su masivo aporte caustico a la puesta en escena cotidiana. Los chicos se mimetizan en cada uno de los podridos detalles; quieren ser una parte de ese todo contagioso que se ha ido pergeñando, ¿quién sabe dónde, cómo y por qué?, y que creen importante, valorable, propio, singular, la joya de la identidad anhelada… Quieren pertenecer a la monocorde tribu inarmónica de soldados iguales, calcados, al ejército de escabrosa terracota, que el entorno da la impresión de promover con una sórdida estrategia que se oculta, que no se deja ver, que escupe sus bacilos desde las infecciosas sombras laterales.
Por un lado van cimbrando las chicas: con sus peinados de flequillos similares, y la ropa extremadamente apretada, encajada a presión en los huecos, y los piercing, y las maneras brutales de pintarse los rostros aniñados para la guerra inmanente; por el otro los chicos: con sus gorros, y bermudas holgadas, y tatuajes de cuchillos y serpientes, y con sus zapatillas fastuosas, coloridas, enormes, símbolos místicos de la era que se arrastra por el suelo inmundo. Algunas pocas chicas eligen vestirse más en el estilo de la habitualidad normada para los hombres; no hay, por otra parte, chicos que elijan vestirse a la luz del sol en el estilo de las chicas; quizás algunos lo hagan, pero en el margen, en la penumbra, casi invisibles, en la intimidad de sus casillas; en este barrio ser una mujer es bastante peor que ser un hombre, más duro, más complicado, aún más peligroso; hay que decirlo, por lo general se las maltrata bastante; y los chicos que preferirían ser chicas ni se asoman como tales por las calles del barrio, hasta que ya son más grandes y se animan a afrontarlo… Y, entonces, se asoman para irse y no volver nunca más a mover el culo por acá, salvo raras excepciones, como Cari, la mujer del Polaco, El Polaco es uno de los Capitanes de la Industria del barrio. La Cari es el único hombre con preferencias de mujer del que tengo noticias que haya podido permanecer en este lugar.
Las chicas que eligen vestirse en el estilo de los chicos y que gustan de las chicas, tampoco la pasan nada bien; se les tolera que asuman modos masculinos pero no que aborden a chicas femeninas del barrio; se han dado varios casos en que, después de molerlas a patadas, las violan salvajemente entre unos cuantos y las dejan tiradas medio muertas en una zanja periférica, cubierta de algo así como agua eternamente estancada, pegada al paredón donde termina el barrio y empieza el purgatorio. Sí se relacionan entre ellas no hay mayores problemas. Alguna broma pesada, pero nada serio. Lo otro ha sido tradicionalmente complicado… Puntualmente, recuerdo una a la que le decían La Pollo: primero amaneció hecha polvo una mañana, toda cortada, después desapareció un tiempo, unos meses, y creo que la terminaron matando, porque se le tiro a la hermana de un soretito que la iba de taura, alcahuete de un Capitán, Moncho, y, en consecuencia, la pusieron. Era preciosa, pobrecita; buena piba; tímidos ojitos vivaces.
Así mismo, no está mal visto que las chicas femeninas jueguen sexualmente entre ellas, siempre y cuando no pase de un juego y tenga por objetivo final motivar a algún hombre, fundamentalmente.
A las chicas más lindas las llevan a un tugurio, en el medio del barrio, del que se sirven sólo los transas, y algún invitado eventual, por lo general yutas, o algún putito de la intendencia.
Los chicos más chicos se van preparando para seguir el camino signado por sus hermanos mayores, que en algunas oportunidades son en realidad sus padres, y la gente grande da la impresión de no tener ningún sentido, se visten con lo que encuentran tirado en el piso, desganadamente, y parecen secos y caminan como completos desgraciados, juntando mugre, residuos; sucios, muertos, zombis... Salvo los transas, los transas manejan toda la estructura en este estanque… Y se desplazan entre la mierda cubiertos de magníficos oros en sus autos y sus motos. También hay tres o cuatro loquitos que no responden a ninguno de los mambos generalizados.
Se escucha repugnante música, permanentemente, en cada uno de los rincones. Una música pringosa, desagradable y espuriamente festiva.
Se toma muchísima cerveza.
Apenas da comienzo el barrio, contra la avenida, hay un bar que antes era de un chino Paceño, al que le compraron con un par de tiros, y ahora es de los transas. Ahí se junta toda la crema.
Toda la crema son: El Gitano, su mujer La Sonia y los siete Capitanes y sus respectivas mujeres. Pura bosta. Y la Brigada, que pasa puntualmente cada semana a buscar la suya. Más bosta todavía.
La policía normal no entra jamás al barrio; muy de vez en cuando se ve pasar un patrullero a una o dos cuadras.
El Gitano no es un gitano ni nada que se le parezca; le dicen así, probablemente, por su gusto por las cadenas de oro, y las camisas coloridas, y los autos. En los alrededores, los verdaderos gitanos se suelen dedicar a la comercialización de vehículos. Este Gitano era pirata del asfalto hasta que vino a caer acá y agarró la manija de la Industria, al morir El Abuelo.
—¿Qué pasa, chabón? ¿Todo liso? —le pregunta uno de los soldaditos al Chapa, el loquito más loco. 
—Liso, tenés vos el orto de tanta bomba que te meten —respondió El Chapa, y siguió caminando hacia fuera. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Siempre

Siempre, invariablemente, empiezo por la necesidad de reiterarme en la convicción de que cualquier intento de explicación, de descripción, de análisis que abordemos va a terminar siendo inacabado, somero, escueto… y parcial, sumamente parcial, en toda la extensión del término. De manera inevitable, en cualquier construcción que hagamos, que intentemos, se dejaran piezas en el margen del tablero por más esfuerzo que se realice en sumarlas. Lo que llamamos realidad es de una complejidad tan inabordable que, aunque la voluntad nos haga seguir buscando con ese ahínco propio de ella, la completitud anhelada no llegará, nunca. Igual, vale, por supuesto, el empeño de ir por la mayor visión posible de las cosas, de los distintos ángulos y perspectivas, de los determinados matices y anchos y altos y geografías y circunstancias y entrañas y perfumes… de los aparentes hechos, o lo que sea, que se pretenda transmitir… Y quizás, seguramente, en la palabra transmitir, en el fantástico concepto que transmitir implica, haya una clave superior incluso a los sucesos que pueden haber motivado, en principio, el intento. Ahí está, desde el lejano inicio de la razón, esa lucha incruenta, eterna y proverbial entre historia y poesía; lucha en la cual, en honor a la parcialidad, que es la verdad en definitiva posible, ¿si tiene que prevalecer alguna de las dos?, creo que debe ser la poesía la que lo haga. Lo creo fervientemente, con la locura que suele inducir el fanatismo. Se puede vivir sin historia pero no sin poesía. Por lo menos para mí, sería completamente imposible… La bandera más valiosa de la humanidad es la puta poesía… Es probable que se le pueda equiparar ese muy antiguo deseo de justicia basada en el respeto de las personas por las personas… Pero, ¿qué es esa utopía maravillosa sino puta y autentica poesía? 
Imaginemos, por ejemplo, ¿si quieren?, a un hombre que habiendo sufrido un golpe tremendo en su cabeza, una muy fuerte conmoción cerebral, se queda, de pronto, sin esa parte de la memoria que es la consciencia de la particular historia y, entonces, no recuerda su nombre ni quienes fueron sus padres ni quiénes son sus hijos, que lo miran extrañados, ni su esposa o novia o lo qué fuera qué sea la mujer que le habla con ternura dedicada para que recuerde…, ni sus amigos ni su país ni su religión ni a qué demonios se dedicaba ni qué le gustaba hacer en los ratos libres cuando no estaba obligado a trabajar; va a tener que vivir en absoluta poesía hasta ir recuperando su historia; si es que lo hace, en una de esas, prefiere seguir sintonizado en estricta puta poesía. Me pasó en un par de oportunidades y dudé acerca de lo conveniente. Pero terminé por recuperar, por suerte, mis recuerdos perdidos. Es deseable vivir con poesía y con historia. La historia es un alimento para la poesía.

sábado, 8 de noviembre de 2014

La verdad férrea del que desconoce

La pretensión ensayística me incomoda, y la periodística ni les quiero contar, pero como considero que toda opinión es fundamentalmente una expresión de deseo y he ido aprendiendo a atender el deseo y darme ese gusto mínimo de plantear mi visión, me dejo llevar y digo: lo mío, desde mi perspectiva oscurecida por la experiencia. Ese encuentro de vaguedades al que llamamos sentido común afirma que todos tenemos una parte de verdad, ¿no?
Bueno, mi verdad es que hace mucho tiempo que vengo pensando un pequeño relato que no consigo escribir. Es una historia minúscula de un hombre que llega destrozado a su casa después de un día difícil y se da cuenta, de pronto, en un golpe de consciencia, que en el abrazo desesperado que le da a su hijo chiquito hay una forma de abuso. No el abuso indigerible que llena páginas de diarios; uno sutil, ligero, un imperceptible abuso emocional, un colgarse de ese ser en edad de ser sostenido y no de sostener.
Es complejo. La vida es compleja. Por lo menos, lo es para mí.
Para intentar ir al punto voy a tomar por otra vía —ese, el de la digresión, es otro placer que no dejo de darme—, y voy a ir por el lado de otra forma de abuso; en este caso, de alguna manera, hacia uno mismo, el consumo desmedido de sustancias, un tema que me apasiona, desde diferentes aristas… He tomado y dejado infinidad de sustancias, ilegales y recetadas. Tengo una vasta trayectoria empírica en el asunto de la que podría perfectamente valerme para autoerigirme en un especialista como otros tantos que circulan dando sus apreciaciones disparatadas a partir de vivencias asimilables. Pero tengo que reconocer que no soy un especialista, porque he tenido infinidad de problemas con el uso de sustancias, y de esos problemas se desprende con nitidez mi ineficacia en el manejo de las mismas.
El otro día leía por ahí que Germán Daffunchio, un tipo con el que crucé dos palabras hace treinta años pero por el que tengo un raro afecto inexplicable de esos que sólo provienen de creer que se tiene origen en un pozo parecido, decía algo así como: los que más hablan públicamente de droga son los que menos saben. Y de manera automática pensé en la pléyade de yonquis de cabotaje que sacan chapa y pasean lo que particularmente tiendo a juzgar como ignorancia por las tertulias televisadas. También pensé en aquellos señores que se venden con mucha convicción como autoridades académicas en psiquiatría u otras especialidades científicas, o pseudocientíficas, sin reparar cabalmente, nunca, pero nunca ¡nunca!, en que la única autoridad real para una persona no puede ser otra que ella misma. Más allá, está claro, de los inevitables jueces y policías. A lo psíquico me refiero.
Para no distraerlos y distraerme en demasía, voy a encarar una relativa conclusión en el punto: considero que las sustancias no dan solución acabada al malestar emocional, lo veo como un hecho incontrastable; por lo menos no una perdurable, una sostenible en el tiempo, ni siquiera las que suelen habilitar los facultativos, a su vez, así mismo, habilitados para tal fin; la solución probable puede llegar a venir por el enrevesado camino de la introspección, del autoconocimiento; el único calmante de amplio espectro, sin tantas indeseables contraindicaciones, puede acercarse sólo desde el propio cerebro, paradojalmente.  Y, sí tenemos un hijo enredado en el abuso de sustancias, va a tener que salir por sus fuerzas, inexorablemente; es imposible donarle las que nosotros hayamos sabido conseguir ni las de ningún experto, que seguramente podrá ayudar, pero en esencia vamos a tener que acompañarlo adónde sea hasta que las encuentre en las propias entrañas… (Los pescados gordos que hacen gárgaras de autoridad en televisión y sus clínicas carísimas sirven para bastante poco, lo sé por trayectoria empírica).
Sí, perfecto, para ir terminando; el otro día se planteó una fuerte polémica a partir de un artículo que una señora llamada Laura Gutman subió a la red. La indignación se expandió… “Fuertes críticas a Laura Gutman por sus opiniones sobre el abuso sexual infantil”, “Las inquietantes opiniones de Laura Gutman sobre abuso”… “La polémica columna de Laura Gutman sobre abuso sexual”… “Laura Gutman y su polémica justificación de la pedofilia”…
Leí el artículo en cuestión y no logré compartir la integralidad de la indignación que generó en innumerables personas a las que respeto intelectualmente. Entiendo el equívoco, que en una de esas la señora Gutman buscó provocar, pero leo y releo y no puedo dejar de ver y escuchar y sentir la voz —no del todo bien planteada, a mi parecer— de una persona que parece saber en su carne, como lo sabemos tantos, lo que es un abuso; un abuso que no nos mató o nos dejó tirados desangrándonos, uno más silencioso, más cotidiano, menos drástico, uno con el que seguimos viviendo y contra el que muchas veces tenemos que enfrentarnos, para no reproducirlo, ni en su más insignificante expresión… Y es en esto último —en la no reproducción, ¡ni la más insignificante!— en donde la Licenciada Gutman no hizo, tengo la impresión, el debido hincapié.   
Quizás, además, otro error fundamental de Laura Gutman puede haber sido desde donde se expresó; su pretendida posición de académica y de vendedora de autoayuda en el amplio mercado abierto en nuestras sociedades a tal efecto.
El del abuso de niños es uno de esos temas que, pareciera, sólo se pueden tocar con honestidad encarnada desde el arte, ese estadio tan singular para la comunicación de lo más profundo de la condición humana, y aun así, igual, con dificultad. La elección de Gutman es ambigua, por momentos surge una búsqueda en ese sentido pero no llega a cuajar porque la autora se traslada al terreno de su habitualidad de entendida, supuestamente, en psicología. No obstante, algo de su discurso me conmueve y me empuja a reflexionar. ¿Será mucha la gente que habiendo sido víctima de un abuso no lo procesa conscientemente y lo retransmite con la misma inconsciencia? ¿Será esa la podrida clave por la que este tema está tan al margen, por qué tiene una amplitud que no nos animamos a entrever?
Creo que el abuso es, efectivamente, una realidad sumamente extendida; el de personas y de sustancias. Y que hay un vínculo insoslayable entre ser abusado, abusar y buscar aplacar el dolor... Hasta la inconsciencia.
La crónica más negra de nuestros días pasa por estas tónicas.    
No es necesario haber pasado por un puente para comprender su función. No es necesario haber sido abusado sexualmente para comprender lo que eso significa. No es necesario haberse involucrado con drogas para tener una opinión formada acerca de ellas. ¡Lógico!
Va, la verdad es que no sé. Lo que sí sé es que es necesario tener consciencia… Dudo un poco en la de la Licenciada Gutman, pero también dudo, con constancia, acerca de la mía… Y ahí está la puta cuestión: sí no nos revisamos, permanentemente, podemos llegar, sin quererlo, sin darnos cuenta, en un traspié, en un vahído… Podemos llegar a hacerle a alguien lo que nos hicieron a nosotros.  

jueves, 6 de noviembre de 2014

La tranquilidad

Una mujer muy linda, de alrededor de cuarenta, se encuentra sentada a una de las tres mesas para dos pegadas a los ventanales del barcito enfrentado a la plazoleta; un poco anormalmente separada de la mesa en la que un pocillo de café que, en apariencia es para ella, se enfría apartado hacia el centro. Tiene las piernas y los brazos muy cruzados. Está muy seria. Sostiene un bolso negro bastante grande sobre las piernas. Mira a la calle que transcurre con su ritmo habitualmente rápido, es la hora de mayor movimiento; la calle no se detiene, fluye sin pausa, las personas en ella no parecen ni respirar. La mujer en cambio respira lento, por pasos, primero inspira durante varios segundos y luego exhala; se puede ver claramente el proceso.
Algo me lleva a pensar en una tarde de hace muchísimos años… El vestido azul me hizo recordar uno que usaba ella. Tranquilidad… Me doy cuenta que después de tantos años para mí la tranquilidad es ese recuerdo. Si pienso en que tengo que hacer algo para tranquilizarme, pienso en ella, en aquellos días y en ninguna otra cuestión. No sé bien qué ha sido de mí, no termino de entenderlo. Estoy bien, tengo una hermosa familia, un buen trabajo, una cuenta en el banco, un auto rápido, tarjetas negras, personas alrededor que me dicen lo que me gusta escuchar… Pero la única tranquilidad que realmente tengo es su recuerdo. Ningún calmante hace por mí lo que sí hace su recuerdo.
Se acerca el pocillo, lo levanta y da un sorbo mínimo, pero enseguida lo vuelve a apartar con un ligero disgusto. Tiene la piel muy blanca, una nariz perfecta y la boca algo tensa.
Ahora, respira más rápido, notablemente. Se lleva una mano al pelo como acomodándolo y puedo ver que tiene unos ojos oscuros, grandes y profundos.
Me mira fijo y me pregunta qué me pasa. No logro entender lo que le digo. 
No importa.